martes, 7 de abril de 2009

La infancia que retorna, insolente.

Será casualidad o causalidad, pero el pasado sigue apareciendose frente a mi como si tal cosa, en una actitud decididamente insolente, casi desafiante. Esta vez a partir del contacto con mis compañeros de primaria a quienes no veía hace treinta y cinco años, si, treinta y cinco años. Así como así me llega un correo electrónico con la foto del curso completo de 7mo grado del año 1974. ¿Pero que se creen acaso, que uno está preparado para estas cosas? ¿Que asomarse al balcón de la propia infancia es un tema fácil? Les explico, pasados los cuarenta uno cree que ya está, que desde ahora la sorpresa y la emoción están a buen resguardo, que nada nos movera de este pequeño mundo que modelamos a la medida de nuestras propias seguridades y certezas. Que ya no nos tocará nada profundo en la emoción. Y es ahi entonces cuando estallan las imágenes, estamos en blanco y negro, tenemos once años, suspendidos en ese instante eterno, con nuestras mejores caras de niños que ya dejaban de serlo. Con toda la vida por andar, casi intacta, recién desplegada frente a nuestros ojos. Nadie te avisa como será el camino hasta que no comienza la marcha. Nadie te explica que los años van tomando carrera y la pelicula pasa cada vez más veloz frente a nuestra mirada incrédula. Y ahí diluvian nuevamente: los partidos con la pelota de trapo, las risas permanentes resonando, los bostezos de los actos patrios, los himnos desafinados, los enchastres en la clase de ciencia, los helados en la esquina, las meriendas en la casa del amigo, las sonrisas de esas nenas, el juego que no termina nunca. Podemos cerrar los ojos y casi tocar cada marca en la madera del pupitre esperando que suene la campana del próximo recreo. Entre ese chico y yo sólo hay 35 años de distancia. Nada más.